7 de junio de 2009

Mi viaje al mundo de la Esquizofrenia

Intentos de suicidio, delirios, manías persecutorias, euforia, depresión… Durante un año, la cineasta Ione Hernández convivió con enfermos de esquizofrenia. Su objetivo era retratar en un documental una de las enfermedades más temidas por la sociedad. El resultado de su trabajo nos descubre la lucidez que emerge más alla de la locura. Y cómo sus miedos son también los nuestros. Sienten miedo. La vida los asusta. Saben que morirán sin superarlo. Conocen el psiquiátrico, numerosos intentos de suicidio y la desesperanza. Son personas que sufren –las llaman `enfermos´– a las que conocí mientras realizaba un documental titulado Uno por ciento, esquizofrenia.


Ese miedo que sienten yo también lo tengo, por eso me asustaba la idea de penetrar en esos rincones que la sociedad oculta. Temía sentir demasiado, verme rodeada de elementos que la mayoría de las veces preferimos evitar. Recuerdo a un amigo: «No te metas ahí, ¿para qué?». No le hice caso y acepté la invitación de Julio Medem, productor de esta película sobre una enfermedad que en España sufren más de 400.000 personas.


Pasé meses hablando con pacientes, con sus familiares –sus madres, sobre todo– y con psicólogos y psiquiatras. Más tarde me encerré en la sala de montaje y profundicé aún más en ese mundo doloroso, trágico, en el que sus mentes piden a gritos llamadas de socorro ante situaciones insoportables: los delirios. Así, me he acercado a ellos con mis propios miedos y otras sensaciones calladas. Yo preguntaba; ellos respondían. Su pasado y presente, enteros y desnudos; desprotegidos o, quizá, más protegidos y fuertes que nunca, porque su verdad ya no necesita demostrar nada.


«Sufro una enfermedad mental que se llama esquizofrenia.» Así abría Montse Fernández su entrevista, contando, siete años después, lo que le empezó a pasar cuando tenía 20 (la enfermedad suele manifestarse al final de la pubertad y el inicio de la edad adulta). Montse miraba a la cámara buscando complicidad. Durante dos horas lloré en silencio, conmovida; en más de una ocasión le pregunté si estaba bien. «Sí», respondía ella. Y seguía. «Notaba algo en mi cabeza, no sabía el qué, pero algo no funcionaba bien. Me encerré en casa. Un año entero sin comunicarme con nadie, sólo con mi madre, y le mentía cuando me llamaba. Le decía que estaba trabajando. ‘Mamá, ahora no puedo hablar contigo que me voy a trabajar’. Era mentira. Pasaba encerrada en casa todo el santo día, sin hacer nada.» Y cuando salía, sufría. «La gente en el metro me miraba y me tiraba besos; y en la calle se giraban todos para hablar conmigo.»


Al acabar de rodar se quedó a cenar con el equipo. Parecía a gusto entre aquellos desconocidos que la escuchaban. Al irse, nos abrazamos y los días siguientes nos mandamos mensajes por el móvil. Me decía que estaba animada, con ganas de hacer cosas. Durante todo el montaje, Montse es a quien más presente he tenido. Su entrevista fue la más poderosa y me dio pistas para saber cómo enfocar el trabajo.


La ausencia de su padre, que la abandonó; los reproches de sus hermanos subrayando que, en idénticas circunstancias, no habían terminado así; y la culpa por no corresponder a los cuidados de su madre. «¡Pobrecita!, que me venía a visitar al psiquiátrico y le decía que no la quería. ¡Encima que venía después de estar todo el día trabajando!» Del psiquiátrico, Montse guarda malos recuerdos, señalando el abandono por parte de las instituciones: «Imagínate: los siete días de la semana, con sus 24 horas, encerrada, y a buscarte la vida. Nada que hacer. Sólo te dan normas, y si quieres que te visite un médico, tienes que montarla, porque, si lo pides y aparentemente no pasa nada, no vienen». Montse, como el resto de los entrevistados, intentó el suicidio. Lo cuenta con naturalidad: «La paranoia te da por eso».


Lo que más me ha conmovido no han sido los delirios ni las tentativas de suicidio, sino el sufrimiento innecesario que viven a diario, por padecer una enfermedad mental, una situación tan humana como no padecerla, y no tener un apoyo real para atenderla. Frases como éstas pueblan sus testimonios: «En cuanto me pongo mal, me entra mucho miedo». «Me da mucho miedo la vida.» «Te entra miedo, quieres huir, no puedes.» «Tengo miedo a hacer daño, a sentirme así. Me encierro.» El miedo estaba siempre presente. En ellos, en sus familiares, también en todos nosotros.


La lucidez con la que Xabi, otro protagonista, habla de su enfermedad –pide que se exploren nuevas vías de curación– confirma el sentimiento de exclusión e impotencia. Vive con su compañera. Han sido rechazados por sus familias. Xabi terminó la entrevista cansado. Son los efectos secundarios de la medicación. La naturalidad y entrega iniciales, su necesidad de reivindicar dignidad, se fueron desvaneciendo. Fue traumático repasar su vida. Sentí su cansancio, no de la entrevista, sino de todos sus años de lucha. «Me moriré sin superarlo.»


La tristeza y desesperanza que no se merecen los ojos de Montse se repetían en la voz de Xabi. Recuerdo sentirme incómoda. No dejaba de ser una desconocida a la que entregaban lo más valioso que poseen: la historia de sus vidas, sin reparos, sin protección... Demasiado acostumbrados al juicio social que los rechaza, supongo que mis preguntas no generaban ninguna necesidad, más allá que la de ser ellos mismos.


Mario, que prefiere llamarse así, describe su experiencia reviviendo la impotencia que sentía: «Tenía una mezcla de sentimientos de rabia y de angustia. Pensaba en coger el cuchillo un montón de veces y cortarme el pescuezo; no podía más».


Efrén hacía sólo una semana que había intentado acabar con su vida, pero eso no le impidió acudir a la entrevista. Estudiaba Bellas Artes cuando comenzaron los delirios. Su paso por Madrid, entre farras y consumo de drogas, lo llevó al borde del suicidio y al psiquiátrico. «Noches enteras sin dormir. Empiezas a sentirte en un hoyo, escuchas voces, te hablan, y tan pronto te sientes bien como que te empiezas a sentir mal, mal y mal…»


Mario, de nuevo: «La televisión me mandaba rayos. Me tiraba al suelo como Rambo y me metía en la cama de mi madre. Era como si secuestraran mi mente. Me obligaban a comer por el lado derecho, pero no podía. Cuando salía a la calle, los maricones me perseguían. Me entraban ganas de matarlos».


Antonio está casado, tiene dos hijos y sabe que sin el apoyo de su mujer no estaría aquí: «Creía que me perseguía el demonio y yo sólo quería huir». El relato de sus delirios no me hizo magnificar la percepción del drama que implica la enfermedad. La desestructuración de sus familias y el gran estigma social que sufren hacen que la cuestión se dirija de nuevo a nosotros. ¿Cómo es posible que el mundo se haya organizado civilizadamente con unos niveles de exclusión tan grandes y tan justificados –social, política y científicamente–, con un grupo de personas tan desgraciadas a cuya enfermedad se añaden pobreza y rechazo de todo tipo? Me acuerdo de Efrén, quien casi con indiferencia me dijo: «Yo no puedo ir a ningún lugar y decir: ‘Hola, me llamo Efrén Corrales y sufro una enfermedad mental que se llama esquizofrenia’. Salen corriendo». Hoy, que escribo este artículo, me he enterado de que Efrén ha vuelto a ser ingresado.


Ahora, todos están bajo tratamiento. El diagnóstico les dice que sufren de trastorno esquizoparanoide, esquizofrenia residual y psicosis esquizofrénica diferencial. Montse, Xabi, Antonio, Mario, Efrén, Andrés, todos toman su medicación diaria: antidepresivos, tranquilizantes, ansiolíticos, antipsicóticos. A Montse le sale leche de los pechos. Xabi ya no puede llorar y cuando tiene relaciones con su novia no eyacula. La medicación los atonta, les seca la boca. Se ponen feos, engordan y tienen sensaciones extrapiramidales. Consumen una media de cuatro pastillas al día. ¿Por cuánto tiempo? ¿Toda la vida? Ésta es una de las grandes cuestiones relacionadas con el uso de los fármacos: por un lado, el delirio no se puede dejar extender, pero en función del uso de la medicación se puede paralizar todo.


El debate hoy no se plantea en torno al empleo o no de los medicamentos, sino en cómo se utilizan. Los más de 20 psiquiatras y psicólogos con los que he hablado coinciden en que sería una barbaridad no tratar un brote psicótico con ellos. Es más, no frenar el delirio puede acarrear la pérdida de masa cerebral.

¿Pero por qué nuestra sociedad no invierte en el elemento fundamental para la salud mental, que son los recursos humanos? ¿Por qué sigue siendo el fármaco el único avance que se aplica y llega a todos los programas?: «Porque la investigación sigue estando en manos de la industria farmacológica y las instituciones no dedican el presupuesto necesario de la demanda más importante». Es la ausencia de una terapia psicosocial complementaria lo que realmente preocupa a todos los expertos.


Xabi insiste en sus reivindicaciones: «Los que mejor conocemos nuestra enfermedad somos nosotros mismos». Investiga sobre su dolencia. Prueba nuevas posibilidades. La medicación ayuda a estabilizar los fluidos del cerebro que están desordenados, concede Xavi, pero «lo que no te dicen los médicos es que, por medio de la emoción y la afectividad, esos fluidos químicos que están desordenados se pueden ordenar».


Los psiquiatras, en el fondo, no saben lo que es la esquizofrenia, pero dicen que es la enfermedad clave, ya que reúne todas las características de las patologías psiquiátricas. El origen puede obedecer a factores biológicos, genéticos y psicosociales, pero se trata, ante todo, de una respuesta humana ante una situación humana: la imposibilidad de control sobre la propia voluntad.


Las cintas grabadas se iban acumulando. En los viajes con el equipo a Barcelona, Sevilla, Bilbao, Mérida, todos empezamos a compartir las sensaciones tras las entrevistas. Nos habíamos hecho demasiadas preguntas sobre nosotros mismos mientras ellos hablaban. Estábamos más cerca de ellos…, y de nosotros. Ya no había distancia. El abismo que la sociedad crea entre estas personas y el resto es enorme, y lo complica todo aún más.


Tras varios meses de montaje, memorizando sus vidas, recuerdo el hartazgo cotidiano del camino: de la productora a casa, de casa a la productora. Ellos me acompañaban y me aupaban a diario. La repetición de sus vivencias las acentuaba en mi memoria y experimenté más de cerca lo que contaban. Entendí su valía. Agradecía a diario aquellas entrevistas con auténticos luchadores, con su dignidad anónima, enfrentándose al miedo más profundo con las escasas herramientas que les hemos dejado.


Ione Hernández


Artículo extraído del XLSemanal

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